Primero es hacer las patatas a lo pobre. Para ello pelamos y lavamos bien las patatas. Se van laminando en rodajas de 1-2 cms más o menos. Se corta en juliana la cebolla y se pone en una sartén. Cubrimos con un dedo de aceite y subimos el fuego. Cuando empiece la caña, lo bajamos, añadimos sal gorda y tapamos. Dejamos que se vayan friendo despacio durante unos 20 minutos. Las sacamos y dejamos escurrir el aceite en papel absorvente.
Por otro lado se puede ir haciendo la pera caramelizada. Pelamos la fruta y la cortamos en láminas o dados. En una cazo echamos una nuez de mantequilla (una cucharada) y añadimos la pera. Dejamos que se haga a fuego medio unos minutos e incorporamos el azúcar moreno y dejamos que se vaya caramelizando a fuego suave durante 15-20 minutos.
Mientras tanto, con ayuda de un molde, sacamos los redondeles del pan de molde. Los hacemos a la plancha con un poco de aceite o en el horno (unos 5-8 minutos) hasta que se tuesten.
Turno de la morcilla. En mi caso usé morcilla hecha a mano de Burgos, que está espectacular y es altamente recomendable. La desmenuzamos y la ponemos en una sartén sin aceite. Vamos desmigándola bien a medida que se hace a fuego vivo. Bastarán 2 minutos removiendo continuamente. Por último tostamos un poco la almendra laminada y ya tenemos todo el material listo.
Para emplatar se coloca un molde sobre la rebanada de pan tostado. Ponemos una capa de las patatas y la cebolla a lo pobre. Sobre ella otra capa de morcilla. Luego una capa de pimientos asados y encima otra de pera caramelizada. Decoramos con la almendra laminada y la crema de vinagre balsámico y ya tenemos un pincho que difícilmente dejará hambriento. Pura épica en el paladar.
Para emplatar se coloca un molde sobre la rebanada de pan tostado. Ponemos una capa de las patatas y la cebolla a lo pobre. Sobre ella otra capa de morcilla. Luego una capa de pimientos asados y encima otra de pera caramelizada. Decoramos con la almendra laminada y la crema de vinagre balsámico y ya tenemos un pincho que difícilmente dejará hambriento. Pura épica en el paladar.
Película ideal para degustar el plato
EL CID
("El Cid" de Anthony Mann - 1961)
("El Cid" de Anthony Mann - 1961)
La acometida gastronómica de este pincho resulta grande en muchos sentidos. Primero porque lleva su tiempo, su trabajo, tienes que desplegar muchos tentáculos para abarcar todos los pasos y por último por la envergadura colosal que ofrece en su punto más climático. De ese modo parece natural que la comparativa del celuloide tuviese que estar marcada por una súper-producción de esas en las que se aglomeran multitudes de extras, no se repara en decorados y la épica inunda cada uno de los planos. Si ya puestos, que lo estamos, se tiene como elemento protagonista (o héroe) un producto tan carismático como la morcilla de Burgos, no podemos resistir la tentación de clavar nuestros ojos en "El Cid".
Primera gran incursión de presupuesto mastodóntico por parte del todopodeoroso productor Samuel Bronston y una de las epopeyas clave, que marcó una tendencia narrativa y visual en la década de los 60, donde el Super Technicolor destacaba y potenciaba los dólares invertidos. A cargo de la batuta de Anthony Mann ("Winchester 73", "Colorado Jim" o "La caída del Imperio romano") se nos muestra la leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar (de Vivar del Cid, Burgos, como nuestra heroico personaje culinario, a quien debo mi nombre: Rodrigo, no Morcilla).
El Cid (Charlton Heston, asidua imagen de personajes épicos) es un célebre y aguerrido combatiente contra los musulmanes que se vio acusado injustamente de traición y desterrado sin honor y sin su amada Jimena (Sofía Loren). Inicia así una cruzada casi en solitario para recuperar territorios conquistados del temible Ben Yussuff. Esta aventura se nos antoja como el proceso de elaboración y montaje de nuestro plato: una empresa de grandes proporciones.
Nuestro Cid (la morcilla burgalesa) empieza sus andanzas siendo un hombre íntegro, de una pieza, un guerrero compuesto de sangre... Es entonces cuando su historia vira y acaba despojado (o desmigado) de todo aquello que le hizo grande (allá por un escaparate en Burgos).
Se suman entonces a su cruzada, a ese renacer del héroe contra todo y contra todos (sobre todo si eran musulmanes), otra serie de ingredientes narrativos que engrandecen la película o el timbal: intrigas palaciegas, batallas sangrientas, conquistas de ciudades, desafíos al Rey... se nos reflejan con la forma de unas patatas a lo pobre (estatus del que debe partir el Cid), unos pimientos rojos como el brotar de la sangre derramada, la crudeza de las almendras... y el toque dulce y brillante de la pera caramelizada que simboliza el amor imposible y añorado de Jimena.
Con todos los elementos el timbal parece incluso el soporte por el cual Don Rodrigo cabalga hacia la muerte en defensa de Valencia... Su destino (nuestro paladar) no supone el fin, pues aún muerto y degustado, su nombre (y su sabor) seguirán siendo símbolo de leyenda...
Primera gran incursión de presupuesto mastodóntico por parte del todopodeoroso productor Samuel Bronston y una de las epopeyas clave, que marcó una tendencia narrativa y visual en la década de los 60, donde el Super Technicolor destacaba y potenciaba los dólares invertidos. A cargo de la batuta de Anthony Mann ("Winchester 73", "Colorado Jim" o "La caída del Imperio romano") se nos muestra la leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar (de Vivar del Cid, Burgos, como nuestra heroico personaje culinario, a quien debo mi nombre: Rodrigo, no Morcilla).
El Cid (Charlton Heston, asidua imagen de personajes épicos) es un célebre y aguerrido combatiente contra los musulmanes que se vio acusado injustamente de traición y desterrado sin honor y sin su amada Jimena (Sofía Loren). Inicia así una cruzada casi en solitario para recuperar territorios conquistados del temible Ben Yussuff. Esta aventura se nos antoja como el proceso de elaboración y montaje de nuestro plato: una empresa de grandes proporciones.
Nuestro Cid (la morcilla burgalesa) empieza sus andanzas siendo un hombre íntegro, de una pieza, un guerrero compuesto de sangre... Es entonces cuando su historia vira y acaba despojado (o desmigado) de todo aquello que le hizo grande (allá por un escaparate en Burgos).
Se suman entonces a su cruzada, a ese renacer del héroe contra todo y contra todos (sobre todo si eran musulmanes), otra serie de ingredientes narrativos que engrandecen la película o el timbal: intrigas palaciegas, batallas sangrientas, conquistas de ciudades, desafíos al Rey... se nos reflejan con la forma de unas patatas a lo pobre (estatus del que debe partir el Cid), unos pimientos rojos como el brotar de la sangre derramada, la crudeza de las almendras... y el toque dulce y brillante de la pera caramelizada que simboliza el amor imposible y añorado de Jimena.
Con todos los elementos el timbal parece incluso el soporte por el cual Don Rodrigo cabalga hacia la muerte en defensa de Valencia... Su destino (nuestro paladar) no supone el fin, pues aún muerto y degustado, su nombre (y su sabor) seguirán siendo símbolo de leyenda...
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